lunes, 15 de marzo de 2010

Notas

a. Las notas.

Mientras no se invente un sistema mejor, los profesores evaluaremos a los alumnos mediante notas numéricas. Todas las decisiones del profesor y de alumno a lo largo del curso tienen que condensarse en un número del 1 al 10 que tendrá una serie de consecuencias para el futuro. Por lo tanto, resulta difícil exagerar la importancia de poner unas notas adecuadas.

Las notas son la mayor fuente de información para el alumno: esa es su función primordial. En un mundo perfecto, los alumnos comprenderían en masa el valor intrínseco del conocimiento y no considerarían aprobar como el objetivo esencial. En ese mundo, en todo caso, los profesores no seríamos necesarios: los jóvenes acudirían en masa a las bibliotecas y todos serían autodidactas. Por lo tanto, las notas cumplirán eficazmente su función si la información que proporcionan es correcta. Esta realidad debería bastar para infundir prudencia y profesionalidad al profesor: con la nota sólo debe decir, en la medida de lo posible, la verdad.

Aunque todo esto parece evidente, en la práctica hay muchos factores y malas costumbres que nos llevan a adulterar el carácter informativo de las notas. A veces, entendemos las notas, si se me permite la vulgaridad, como la “zanahoria puesta delante del burro”. Cuando inflamos las calificaciones de ciertos alumnos poco trabajadores que han mejorado ligeramente su conducta, creemos que lo animamos a seguir ese camino. En realidad, conseguimos todo lo contrario y, de paso, hacemos pensar a otros compañeros que dicha nota se vende ahora por menos. Puede resultar desalentador que alguien que ha pasado de la nada a cierto nivel de trabajo sólo suba, por ejemplo, de un 1 a un 3. Pero eso no puede cambiarse con voluntarismo: ese alumno debe hacer mucho más esfuerzo que los demás para compensar su falta de estudio anterior. Una aclaración: cuando digo que “inflamos la nota”, incluyo también a aquellos alumnos que trabajan un material aparte sin estar esto justificado por una falta de capacidad (la propia diversificación podría incluirse en dicha categoría, pero eso es un problema distinto). Además, conviene no confundir “falta de capacidad” con “imposibilidad de aprobar el curso” por haber perdido el tiempo durante parte del mismo o cursos anteriores.

Otro problema es el de la adaptación al nivel previo de la clase. Es evidente que todo profesor modifica en cierto grado su conducta según los conocimientos previos que demuestren durante los primeros días sus alumnos. En el siguiente apartado, he tratado el problema de cómo fijar un nivel razonable. Pero es evidente que dicha adaptación tiene límites. Si no fuera así, no habría más suspensos en unas clases que en otras -o incluso no habría suspensos en absoluto-. En la práctica, el profesor suele verse abrumado por la posibilidad de un porcentaje muy amplio de suspensos. Resulta difícil dar clase en esas circunstancias. Por lo tanto, intentará ajustar el nivel de tal forma que, al menos un grupo estable, consigan el aprobado. Por eso, las notas se venden más caro en las clases con menos suspensos y más barato en las clases con más suspensos. Aunque este efecto sea inevitable hasta cierto punto, es conveniente ser conscientes de ello en todo momento con el fin de no llevarlo hasta el extremo de poner notas absurdas.

La tercera fuente de inexactitud en las notas es el problema de la “actitud”. Por mucho que la ley insista en que se puede evaluar la actitud y asignarle un porcentaje de la nota, debo confesar que no acabo de ver claro cómo puede hacerse algo semejante. No niego que las actitudes de los alumnos no sean diferentes entre sí y determinantes para su aprendizaje, pero creo que es algo que la nota de los exámenes y ejercicios refleja por sí misma. Salvo en casos extremos y poco frecuentes de alumnos brillantes en los estudios e irrespetuosos y molestos en clase, la actitud de los alumnos guarda una relación directa con la nota obtenida en las distintas pruebas y, por lo tanto, resulta una información redundante. Pero este porcentaje de la nota muestra a las claras su carácter arbitrario cuando se usa como maquillaje en las evaluaciones. Todos hemos presenciado sesiones de evaluación donde se han cambiado notas por la presión de los compañeros. Pese a que es el responsable de la asignatura el que tiene los datos objetivos de un trimestre o de un curso, los otros profesores logran convencerlo de que tal o cual “se lo merece” -y los otros no, obviamente-, ha mejorado mucho con respecto a tiempos pasados o podría ser conveniente animarlo o darle una llamada de atención mediante tal subida o bajada de la nota. De esa manera, desvirtuamos el valor informativo de la nota y actuamos de manera poco profesional.

b. El problema del nivel.

Cuando se habla de la necesidad de “bajar el nivel” para acercarlo al “nivel real de los alumnos”, se incurre en una contradicción que no es fácil de detectar. En primer lugar, porque dicho nivel real -aunque es un dato que debemos tener en cuenta, sobre todo a comienzo de curso- es el resultado de decisiones pasadas del mismo tipo que la que ahora se nos plantea. Llevado hasta el absurdo, nos obligaría a pasar la responsabilidad de nuestra decisión a lo poco que aprendieron en cursos anteriores, proceso que puede llevarnos hasta la guardería. Además, los escasos conocimientos de nuestros alumnos nos podrían llevar igualmente a la opción de “subir el nivel” o, al menos, dar más materia en menos tiempo. Ante alguien que va atrasado en una carrera podemos tomar la decisión de esperarlo y ayudarlo corriendo junto a él, pero también podríamos hacerle ver que necesita esforzarse más. Ambas opciones, si se piensa, no son del todo incompatibles.

Es evidente que nuestra labor sería inútil si no tuviera en cuenta los conocimientos reales de nuestros alumnos. Adaptarnos a la realidad es siempre positivo, pero se nos presenta el problema de las notas. Éstas no pueden medir únicamente -como pretenden algunos- el avance del alumno con respecto al comienzo del curso, sino también y sobre todo su situación con respecto a un punto de referencia que podríamos llamar el “nivel exigido en el curso X”. Es decir, no podemos medir sólo en sentido relativo: necesitamos también hacerlo en términos absolutos. No creo que sea necesario desarrollar más este argumento. Basta con que pensemos con sinceridad en las consecuencias de una evaluación puramente relativa.

Sin embargo, el profesor se ve incapacitado para determinar con el sistema actual ese “nivel exigido en el curso X”. La legislación establece una serie de conocimientos mínimos, pero esa información es insuficiente e inexacta. Cuando se nos dice que el alumno debe tener, por ejemplo, un manejo correcto de la escritura, podemos interpretarlo de maneras muy diversas. ¿Basta con la ortografía? ¿O debe ser capaz de expresar de manera coherente sus opiniones? En la práctica, estas preguntas no tienen respuesta. La situación se alivia en centros con Bachillerato, ya que cuentan con la referencia de la Selectividad. Referencia que, en todo caso, resulta muy lejana para decidir el nivel en un primero de ESO.

En mi opinión, podría haber dos soluciones para este problema, aunque ninguna de ellas es posible sin la participación de la administración. Podría, por ejemplo, hacerse un examen al final de la ESO. Eso permitiría conocer al instituto su posición con respecto a otros, lo cual tendría un efecto bastante sano. Las consecuencias de la nota de ese examen es algo que no nos incumbe determinar. No debería ser un examen puramente informativo, porque daría lugar a que se preparara de manera deficiente y no nos proporcionaría datos fiables. Si no fuera posible o no hubiera voluntad por parte de la administración, podría sustituirse esta prueba por intercambios periódicos de exámenes corregidos entre los institutos. Si varios profesores de distintos centros pueden comparar los exámenes y las notas de los mismos, podrían hacerse una idea del nivel que están impartiendo. Bastaría con una red digital dotada con un banco de datos bien clasificado.

Pero la realidad es que, hoy por hoy, no podemos contar con esas medidas. Y no por ello podemos eludir la decisión acerca del nivel que vamos a impartir. Es decir, debemos operar con datos insuficientes y con grandes dosis de sentido común. Veamos qué podría hacerse en nuestra situación.

Se cree erróneamente que al bajar el nivel ganaremos al menos un número mayor de aprobados, aun a costa de perder conocimientos. La experiencia lo refuta año tras año, lo cual crea confusión. En principio, el efecto esperado parece de lo más lógico: si ponemos un listón a un metro y veinte centímetros, lo saltará menos gente que si lo ponemos a un metro y así sucesivamente. Pero dicho razonamiento es insuficiente. Si a varias personas -y con más razón cuando no son adultas- se les dice que dentro de cuatro años tendrán que saltar sesenta centímetros, lo verán tan fácil que la idea de entrenar les resultará irrisoria. Cuando llegue el momento, es posible que algunas se hayan descuidado tanto físicamente que ni siquiera pasen la prueba. Si el nivel es tan bajo que no fuerza las capacidades del alumno, éste no recibe el adecuado entrenamiento mental. Si se mantiene esa velocidad de aprendizaje tan baja, no surge ningún problema con las notas. Pero como más pronto que tarde adivinamos que ese ritmo de aprendizaje, llevado hasta el final, no daría ni para salir del analfabetismo funcional, forzamos algo la máquina. En ese momento, la respuesta de un porcentaje amplio de los alumnos es nula: están incapacitados para cualquier esfuerzo.

Como no podemos medirnos con otros centros, debemos guiarnos por unas notas imperfectas puestas con nuestra mejor voluntad y conocimiento. Pues bien, nada nos impide comprobar si forzando algo más a nuestros alumnos obtenemos mayor o menor número de suspensos. En mi opinión, basándome en lo que antes he expuesto, tendríamos a medio plazo -un curso, por ejemplo- menos suspensos.